Cuánto teníamos que agradecerle a Raymond Carr, que acaba de morirse a una edad casi legendaria. Yo creo que sin la temprana lectura de su “España: 1808-1936” yo no habría sentido tan poderosamente la atracción de la Historia, con su doble cualidad simultánea de rigor y fuerza narrativa. Quizás el libro cayó en mis manos en COU, gracias a un profesor excepcional de Historia del Arte que tuvimos en el Instituto de Úbeda, Antonio Crespo. El vago deseo de saber se mezclaba con el rechazo de las historias oficiales de la dictadura, tan obtusamente patrioteras y sectarias. Y también era muy educativo el tono sosegado con que Raymond Carr contaba los desastres acumulados en la historia española durante más de un siglo, entre esas dos fechas que la resumían. En esa época aún prevalecían interpretaciones esencialistas de nuestro pasado, en un sentido o en otro, elucubraciones sobre el carácter congénito o el destino de los españoles. Carr prefería contar los hechos y buscar sus precedentes y sus consecuencias, sin ortopedias ideológicas, con una elegancia muy de historiador británico, con atención precisa a los detalles reveladores.
Una cosa de la que estoy cada vez más convencido es la importancia del conocimiento histórico riguroso en la formación de la ciudadanía. No hay gobierno despótico ni ideología intoxicadora que no se basen en la falsificación de los hechos históricos: en la invención de agravios seculares, de identidades heroicas, de enemigos exteriores y chivos expiatorios. Estoy seguro de que las obras de Raymond Carr y de muchos de los discípulos que se educaron con él ayudaron, desde antes del final de la dictadura, a fortalecer la conciencia democrática en nuestro país. Las leyendas, claro, son siempre más enaltecedoras, y ofrecen respuestas rápidas y consuelos inmediatos. Pero el relato exigente y contrastado de los historiadores nos hace cada vez más falta.