No sabía quién era Michael Hirst, pero una larga entrevista que Bárbara Celis le hace en El País me informa de todo. Es un experimento antiguo, que nunca falla. Alguien pone la cara entre seria y despectiva, afirma que la novela está muerta, o que el teatro está muerto, o que la pintura está muerta, y de manera instantánea aparece un periodista que convierte en titular esa declaración. ¿Cuántas veces se han dado por muertas las artes fundamentales que expresan la imaginación humana y la alimentan? El teatro estaba tan muerto que daba risa, la pintura es una antigüalla, el dibujo es un entretenimiento geriátrico que no tiene sitio en las facultades de Bellas Artes. La música clásica está muerta, el jazz está muerto, la radio está muerta, la literatura está muerta. Nunca deja de asombrarme el crédito que reciben las sucesivas oleadas de vaticinadores, siempre con ese gesto de ser ellos quienes poseen el secreto de la modernidad, ellos los entendidos y los al día. Dice Hirst:
La novela está muerta. Es un formato muerto. Pertenecía al siglo XIX y reflejaba la sociedad del siglo XIX. Entonces había escritores maravillosos y había que leer novelas para entender el planeta, y el amor, y la tragedia, y agrandar tu propia existencia, pero ahora que el mundo es más pequeño basta con Internet y el vídeo a la carta”. Así arranca la conversación con este guionista especializado en temas históricos que dice devorar ensayos, pero al que difícilmente veremos con una novela en la mano, al menos contemporánea. “La última gran novela que se ha escrito esCien años de soledad y García Márquez ha sido el último gran novelista. Ya sé que suena radical, pero es cierto, la novela es un género en decadencia”.
Pues nada. La última gran novela es Cien años de soledad. Sabe que suena radical, qué valiente. Hirst tiene un aparatito o una bola de cristal o un medidor o una app que le permiten saberlo. Qué raro que no se hayan enterado todavía los lectores de novelas, los que se siguen empeñando en escribirlas.