Queremos que los pueblos a los que llamamos primitivos hayan vivido o vivan en mundos fuera del tiempo, o en un tiempo invariable del todo ajeno al nuestro, igual que queremos imaginarlos puros, bondadosos, incontaminados en su autenticidad. Buscamos, en el fondo, la confirmación de la leyenda del Buen Salvaje, que nunca tuvo más éxito que en la época en la que se procedía a la persecución, el sometimiento a la esclavitud, el expolio y el exterminio de aquellos mismos a los que se idealizaba. Por culpa del cine del Oeste, la variante del Buen Salvaje que todavía circula entre nosotros es la de los indios de las grandes praderas, a los que hasta hace no mucho se llamaba todavía con desenvoltura pieles rojas. El paisaje de las llanuras centrales de América del Norte ya da una sugestión de intemporalidad, una amplitud tan desmedida como la del océano, tan sin límites como el cielo que se extiende sobre ella, un mar de hierba ondulado por el viento, invariable en toda su distancia, desde las fronteras de México hasta más allá de las de Canadá. En ese espacio, como en un plano largo de John Ford, resaltan los jinetes indios a caballo, la forma cónica de las tiendas de piel de bisonte, las manadas de bisontes en movimiento, oscuras y resonando a lo lejos como un cielo de tormenta en el que retumban los truenos.
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