Nueva York es vertical, Washington horizontal. Nueva York es apretada y caótica, Washington extensa y ordenada. Nueva York está muy sucia; Washington, en general, muy limpia. Nueva York casi siempre es estimulante para la mirada: el monumentalismo de Washington puede tener un efecto de monotonía, y hay calles enteras dominadas por lo peor de la arquitectura oficial u oficiosa de los años setenta y ochenta, que en un atardecer nublado pueden darle a uno la impresión de encontrarse en un interminable centro de negocios abandonado. Nueva York está siempre llena de gente, y grandes zonas de Washington, sobre todo los fines de semana, permanecen vacías, amplitudes desiertas como de capital de una república ex comunista del Asia Central.
Pero Washington tiene barrios como Georgetown o Foggy Bottom con edificios de ladrillo de finales del XIX, con pequeños jardines, con torreones, con las aceras de ladrillo, con muros de ladrillo blanco o rojizo que parecen de Amsterdam. Zonas que en mis primeros viajes estaban devastadas ahora vibran de gente, de locales nuevos, de luces invitadoras en la noche del fin de semana. Washington, detrás de su formalidad a veces frigorífica, tiene una vitalidad cálida en la que da gusto dejarse llevar. Cenamos pescados sureños y cerveza en un restaurante ruidoso y acogedor que se llama Pearl Dive, en la calle 14, bien arriba. Tomamos pasta en un italiano junto al Potomac, que fluye al otro lado del ventanal más caudaloso y más solemne que el Hudson. Potomac -el acento va en la segunda sílaba- es un nombre extraordinario de río. Atravieso la ciudad casi de un extremo a otro caminando en la mañana soleada, desde la Biblioteca del Congreso a Dupont Circle, a lo largo de la más prodigiosa serie de museos que tal vez existe en el mundo. Pasamos dos horas de contemplación y silencio en la Phillips Collection, con sus salas recónditas como habitaciones de una casa privada, haciendo un descubrimiento en cada una de ellas, Hopper, Klee, Degas, Georgia O’Keefe, Bonnard. En la Phillips Collection el pianista Pedro Carboné da un concierto prodigioso de música española del siglo XX: la Evocación y el segundo cuaderno de la Iberia de Albéniz; la Sonata española de Óscar Esplá; la tremenda Fantasía Baetica de Manuel de Falla.
Al llegar a Nueva York, en la noche del domingo, viene del río un viento helado, y el taxi sube desde Penn Station dando tumbos por los socavones de la Décima Avenida. Y entonces nos damos cuenta de que, durante los pocos días que hemos faltado, ha desaparecido cualquier rastro de nieve.