Maties trae el recuerdo de Benny Goodman y yo me acuerdo de la muerte tan feliz que tuvo, a los 77 años, después de haber disfrutado muy joven un éxito de una escala que no volvería a repetirse hasta Elvis y los Beatles, y de haber mantenido un equilibrio extraordinario entre la máxima seriedad musical y el tirón comercial, después de haber hechos cosas admirables al mismo tiempo con su big band y con pequeños grupos muy escogidos de cámara, tríos o cuartetos que anticipaban, a finales de los años treinta, las revueltas formales de la llegada del bebop. De Benny Goodman podría decirse algo parecido a lo que dice Alex Ross de Ravel: que revolucionó la música por dentro sin agitar la superficie. Su concierto de 1938 en Carnegie Hall fue un golpe inusitado de audacia: por primera vez una banda de jazz actuaba en un recinto de música clásica, uno de los más venerados. Era el ídolo de las adolescentes mucho antes que frank Sinatra y al mismo tiempo se permitía el lujo de encargar obras a Béla Bartók y a Stravinsky. Los músicos que trabajaban con él aseguraban que tenía un carácter terrible. Grabó varias veces la que quizás es la obra más excelsa para clarinete, el quinteto de Mozart.
Pero iba a contar su final: el último día de su vida, Benny Goodman lo pasó en Lincoln Center, ensayando con la Filarmónica el concierto para clarinete de Mozart, una música directamente celestial, que tiene también algo de despedida de este mundo, una despedida con melancolía pero sin amargura. Y después de dedicar todo el día a esa pieza de Mozart Benny Goodman cruzó Central Park con su clarinete en el estuche, se acostó pronto porque se sentía cansado y murió mientras dormía.