Los dictadores son propensos a la cinefilia. Lenin, que detestaba la música, porque lo irritaba que le hiciera ponerse sentimental, consideraba que de todas las artes el cine podía ser la más útil para favorecer la causa del proletariado. Hitler veía casi cada noche, en una sala de cine perfectamente equipada, operetas vienesas de época y musicales americanos, y le regaló a Eva Braun una cámara para hacer películas en color que aún hoy nos hielan la sangre, con su mezcla de risueñas estampas domésticas y cataduras genocidas tomando el sol en terrazas con vistas de los Alpes. A Stalin le gustaban también los musicales americanos y las películas del Oeste, y como padecía insomnio, igual que Hitler, y disfrutaba manteniendo despiertos a sus cortesanos hasta muy tarde, podía prolongar la sesión de cine con una juerga alcohólica, en la que observaba en silencio a sus aduladores y a sus víctimas futuras como inventando para cada uno de ellos un guion siniestro cuyo desenlace no conocía nadie más que él. El general Franco no trasnochaba ni bebía, pero su devoción por el cine era igual de vehemente, hasta el punto de escribir el guion de aquella película, Raza,que era una ensoñación patética de su propia biografía, y demostraba que el cine puede arruinarle la imaginación a cualquiera.
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