El que más y el que menos tiene en el fondo un corazón de Blanche Du Bois: quién no depende de la gentileza de los desconocidos, o de los conocidos a medias, el lector que le manda una carta cordial, el frutero que lo reconoce como un cliente fiel. En Nueva York casi nadie te reconoce nunca. La gente cambia mucho de trabajo, no tiene tiempo, teme que le vayan a pedir algo. Voy por Broadway a media mañana, tan sumergido en mí mismo como todo el mundo que anda aquí por la calle, con una gran destreza para fingir que no se ve a los otros, y una voz jovial y luego una cara me devuelven al mundo: “¡Adiós, amigo!” Así, en español, en español caribeño: es la vendedora de mi tienda de vinos favorita, Martin Brothers, que está en la esquina de la 107. Ese saludo me alegra por dentro y me vuelve consciente del aire inusualmente templado, de la mañana de sol que relumbra en la nieve. Luego voy al supermercado y le pregunto a un dependiente por un producto que no encuentro. El hombre, un negro lento y afable, deja de apilar latas en un estante y me señala dónde buscar. Y luego se acerca y me dice, Did you find it, my friend? My friend. Qué maravilla de palabra. Me voy a casa paladeándola en voz baja. Ese hombre no me había visto nunca y probablemente no me volverá a ver. No deja uno nunca de ser frágil. Es más: cabe la posibilidad de volverse más frágil todavía con el paso del tiempo.
Ahora caigo en la cuenta de que cuando vuelvo dan muestras de haber notado mi ausencia los vendedores de la tienda de vinos, uno o dos mendigos de las aceras de Broadway y mi pobre amigo Jimmy, el guarda nocturno de la calle 107.