El olor es lo más preciso y lo más fugaz. Para bien o para mal no hay manera de eludirlo. Pero una vez pasado ya no deja rastro. El olor no puede recuperarse a voluntad, ni reproducirse, ni preservarse. Precisamente por eso es lo más específico, lo que mejor nos puede devolver a los orígenes de una experiencia, a la primera vez de un lugar. Madrid era para mí, a los dieciocho años, el olor de los respiraderos del metro. Italia empezó siendo el olor a bosque húmedo al amanecer entrando por la ventanilla del tren que se paraba en la primera estación, Ventimiglia. A la gente que ha estado en lugares inaccesibles para mí le pregunto cómo olían. Manuel Azcárate me contó que la Unión Soviética en tiempos de Stalin olía a col hervida y agria. Cees Nooteboom me dijo que Berlín Oriental olía a carbón de mala calidad y a gasolina mal quemada. Ver por primera vez el mar en Almuñécar a los dieciseis años fue sobre todo oler el mar, porque lo que la vista me mostraba ya lo sabía yo por las películas. Después del calvario pesistente de Inmigración y de la recogida de las maletas se abren las puertas automáticas de la terminal y llega de golpe el olor de Nueva York, el de Estados Unidos: a pizza, a comida rápida. Al salir a la intemperie, hacia la cola de los taxis, llega el viento helado, con su olor a invierno, y entonces ya sí que sabe uno que ha vuelto.
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