Vi con Elena, la otra noche, De dioses y hombres, de Xavier Beauvais, que ella no conocía. Yo la había visto cuando se estrenó en Nueva York, en esos cines algo recónditos de Lincoln Center donde ponen películas europeas. Recuerdo que volví a casa Broadway arriba, abrigado contra el frío, en un estado de duradero sobrecogimiento. Vista ahora, la película es más pertinente aún, después del salvajismo inaudito del atentado de París.
El momento que más me impresiona sucede cerca del final, cuando un monje de fuera ha llegado al convento trayendo cartas, medicinas, algo de comida, un par de botellas de vino. En el refectorio la cena de los monjes tiene una austeridad visual de cuadro de Zurbarán, blancos de hábito sobre el blanco de las paredes encaladas y desnudas,velas encendidas. Uno de ellos pone una cinta en un radiocassette viejo(es 1996). Otro va sirviendo vasos de vino mientras empieza a sonar la música, que es El lago de los cisnes. Una por una la cámara va recorriendo las caras de los monjes, el modo en que la música actúa sobre ellos, el gusto del vino en esas vidas tan austeras, la suave ebriedad de la una y el otro. Hay fraternidad y hay soledad; alegría y ensimismamiento; la conciencia de la muerte cercana se ve surgir de pronto en una cara que se queda muy seria, una mirada perdida. La música es al mismo tiempo júbilo y pena; el vino es un don terrenal y sagrado. Por los caminos a oscuras ya se están acercando los faros de los coches de los asesinos, armados de fusiles automáticos y anatemas arcaicos.