En enero de 1956, en lo más hondo del invierno y de la posguerra, Josep Pla, sin levantarse de la cama en todo el día para resistir el frío, envuelto en mantas, con la boina calada, lee un ejemplar de The New Yorker. La guerra había terminado hacía 17 años, pero la posguerra no cesaba: el invierno sin consuelo, la escasez, las restricciones de electricidad, la censura.
Josep Pla encerrado y escribiendo en su masía del Ampurdán es una de las estampas fundamentales de la literatura, de una plasticidad semejante a la de Montaigne en su torre circular cerca de Burdeos, a la de Proust en su cama y su dormitorio de paredes forradas de corcho. En un gran libro dedicado a él, El hombre del abrigo, Valentí Puig lo invoca así: “Josep Pla, escribiendo en la masía, solo, a altas horas de la noche, uno de los últimos hombres de Europa”.
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