Uno mira el mundo presente a través de su propio pasado. Lo que se ve de la realidad es lo que filtra la memoria. A lo largo de casi cuarenta años, desde los tiempos más sórdidos de la Guerra Fría, Cees Nooteboom ha ido y ha vuelto muchas veces a Berlín, y ha viajado por toda Alemania, pero su mirada sobre el país, y sobre la ciudad en la que un día de noviembre vio a una multitud desbordar un Muro sombrío, de repente irrisorio, ha estado siempre filtrada por recuerdos antiguos que el tiempo no debilita. Cees Nooteboom es un viajero ilustrado y curioso, de la escuela inmemorial de Herodoto, de Bruce Chatwin, de Jan Morris, pero todo lo que observa, sobre todo lo que observa con tanto detalle en Alemania y en Berlín, le trae una y otra vez el recuerdo de algunas cosas que vivió en la niñez y que determinaron su vida. En su casa, en La Haya, escuchaba por la radio los discursos de Hitler, secos ladridos que asustaban más porque apenas comprendía entonces el idioma en que aquel hombre gritaba. Con siete años vio desfilar por una avenida de su ciudad columnas de soldados alemanes con uniformes verdegris, con estandartes coronados de águilas de metal. Una noche vio en la lejanía, como en los horizontes infernales de Brueghel o El Bosco, la gran hoguera de Rotterdam bajo las bombas. Perdió a su padre en un bombardeo de los Aliados sobre La Haya.
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