Diarios fotográficos

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En un libro de entrevistas que acaba de publicar la editorial Gustavo Gili, Henri Cartier-Bresson compara varias veces la actitud del fotógrafo con la del que escribe un diario. Sale por ahí a ver qué se encuentra, permanece atento para no perderse lo que sucederá en una fracción de segundo, lo que desaparecerá sin rastro si la cámara no lo ha captado. Decía que sus fotos eran su diario y sus memorias. Cartier-Bresson, que era muy aficionado al budismo zen, aspiraba a mirarlo todo con sus propios ojos muy atentos, pero esa mirada era tan absorta y tan generosa que hacía invisible la presencia a la que pertenecía, resaltando así la primacía de lo observado, la soberanía de cada vida y del mundo real. En una de las entrevistas, Cartier-Bresson dice que el trabajo del fotógrafo está entre el del carterista y el del funámbulo: como el carterista, se aproxima y sustrae lo que le interesa sin forzar nada ni alertar a su víctima; como el funámbulo, hace gestos súbitos suspendido en el aire, circula sin peso sobre un cable invisible, la cámara su herramienta tan ligera como la barra gracias a la cual el funambulista mantiene el equilibrio. En las filmaciones de Cartier-Bresson tomando fotos por la calle, en París o en Nueva York, es eso lo que parece: un carterista disimulado entre la gente, bien vestido y suave de modales, aunque con un aire sospechoso de búsqueda y alerta; un artista de circo enjuto y liviano, un maniquí de alambre con un traje ligero, funámbulo y también bailarín, a la manera de Fred Astaire, deslizándose por una acera como por la tarima lacada de un decorado de comedia musical.

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Henri Cartier-Bresson
Henri Cartier-Bresson