El ecosistema complicado y frágil de la ciudad es probablemente la invención más valiosa que tenemos. La ciudad es un organismo que prospera y resiste en las condiciones más difíciles y que de pronto se hunde sin que nadie hubiera reparado en la cercanía del desastre ni en la velocidad de la degradación. En Europa, en algunos sitios de América Latina, la ciudad es una obra maestra tan completa que sus habitantes tienden, tendemos, a darla por supuesta, pero en toda la anchura continental de América del Norte apenas hay dos ciudades en el sentido pleno que la palabra tiene para nosotros: ciudades en las que ir caminando de un sitio a otro, o en un transporte público rápido y digno de confianza; ciudades en las que ir por ahí sin propósito, y además sin miedo, sin grandes obstáculos de obra pública insensata que aíslen unos vecindarios de otros, sin esos espacios inmensos y sin sombras ni árboles que a los urbanistas les dio por preferir durante algunas décadas terribles. Los planificadores urbanos han cometido y cometen de vez en cuando barbaridades tremendas, como puede verse en ciudades de América Latina en las que algunos de ellos, contratados y halagados por regímenes autoritarios, gozaron de una carta blanca impensable en países con mayor conciencia cívica y controles democráticos.
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