Hay zonas de dulzura en la vida española que quizás advierte más el que vuelve: zonas intermedias, que no son las de la atmósfera familiar ni desde luego las de la bazofia política, pero que le hacen sentirse a uno agradablemente situado en el mundo. Hoy he salido por primera vez a mi barrio y he disfrutado yendo al supermercado y a la frutería, notando una cordialidad franca y sin aspavientos. En el supermercado una cajera me pregunta por qué he tardado tanto en volver. Le digo que he estado en América, y ella dice, “qué suerte”. En seguida le explico que probablemente su vida en Madrid, a pesar de todos los pesares, es mucho mejor de lo que sería en Nueva York: aquí tiene asistencia médica, una escuela decente para sus hijos, y además, aunque haya venido desde su barrio en el metro, no habrá tenido que hacer uno de esos viajes de duración inhumana a los que se ven forzada la gente trabajadora en Nueva York, porque los alquileres que se pueden pagar con un sueldo están cada vez más lejos.
La frutería es de un resplandor visual que alimenta el alma y desata el apetito con sus promesas de suculencia y frescor. En un cajón con hielo picado hay zumos recién hechos. Me tomo uno mientras voy pidiendo, y mientras respondo a las preguntas de la frutera, que también quiere saber dónde he estado todo este tiempo. Cuando ya he pagado me acuerdo de que el zumo no lo han incluido en la cuenta. Se lo digo a la frutera, y se encoje de hombros con una sonrisa: es un regalo de bienvenida.
Este blog, tal como ha sido hasta ahora, termina hoy. Se ha infiltrado en él la misma toxicidad política que lo inunda todo en España, y habiendo tantos foros ya donde cultivar el encono, donde sentirse afrentado, donde encontrar motivos meticulosos de discordia, no hay ninguna necesidad de que éste se mantenga abierto.
El enconamiento español no sería tan triste si no fuera tan estéril, tan inútil, cuando hay tantas cosas imprescindibles que hacer; tanto que cambiar para mejor, tanto que haría falta corregir con urgencia: mejores escuelas, universidades, centros de formación profesional que alentaran el talento, administraciones austeras, eficaces y transparentes, políticas de respuesta al deterioro ambiental, iniciativas económicas que aprovecharan lo mejor y lo más original que tenemos -la cultura, el patrimonio, una lengua supranacional- para crear puestos de trabajo cualificados: por no hablar de esa aceleración que se vivió en los campos de la investigación científica y que ahora mismo está siendo ahogada. En todas las peleas furiosas, extenuadoras de tan repetidas, jamás se discute de nada que sea de verdad importante. Qué tristeza. Me pregunto quién sale ganando en toda esta confusión.
En cualquier caso, yo prefiero no seguir contribuyendo a ella. Con la ayuda del gran Gotardo intentaré inventar alguna otra cosa que será más episódica, que tratará de cosas que nos gustan a los dos y a muchos de los que nos han acompañado aquí, pero excluirá rigurosamente la política.
Mientras tanto, y en agradecimiento por tanta compañía, me despido con dos regalos muy queridos para mí, un poema y una filmación musical. El poema, de Borges, resume mi ideario político. La filmación Jammin’ the Blues, es un testimonio incomparable de la alegría y la tristeza del jazz, y tiene como protagonista a uno de mis héroes, Lester Young.
LOS CONJURADOS