Pintura hecha vida

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Entrar una mañana de sábado en una galería de Chelsea y encontrarse con una exposición de Chaim Soutine es como recibir una descarga eléctrica, un golpe seco que lo despierta a uno a todo el poderío de la pintura: la pintura en su grado más puro, en su más cruda intensidad, en su ebriedad y su dramatismo, en su desmesura alucinada y su empeño riguroso de artesanía. En las galerías de Chelsea, en la actualidad de los museos, en las bienales del Whitney, la pintura es una cosa anticuada y hasta residual, muchas veces un ejercicio de ironía, de autorreferencia o burla de la propia pintura, como si el artista que todavía se dedica a ella tuviera que mirar de soslayo y guiñar el ojo al espectador, avisándole de que él tampoco cree mucho en lo que está haciendo —al revés, aunque no lo parezca se está sumando a la burla general—. Uno ve, en las inevitables galerías Gagosian, la obra de un pintor, y de un pintor además figurativo hasta lo microscópico, John Currin, por ejemplo, con sus cabezas bulbosas de mujeres y sus deformidades pornográficas, con su virtuosismo técnico más vacío que una pompa de jabón, y se pregunta cómo es posible que la pintura, que durante muchos milenios tuvo la capacidad de transmitir con tal vehemencia lo mismo lo más terrenal que lo más sagrado o misterioso, haya aceptado tan de buen grado la irrelevancia decorativa.

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 Chaim Soutine (Modigliani, 1916)
Chaim Soutine (Modigliani, 1916)