Para un español siempre es chocante asociar el calor extremo del verano con la lluvia. Pero en esta costa atlántica del norte de América el verano es muy húmedo, de lluvias abundantes, con una mezcla de calor y humedad que da a la vegetación unos verdes profundos, como de selva muy tupida, envuelta en nieblas de ciénaga. Los días nublados y lluviosos pueden ser días atlánticos o días monzónicos. En los días atlánticos el olor a océano atraviesa toda la ciudad, y la atmósfera tiene una frescura salada. La llovizna se parece a la del litoral del Cantábrico. En los días monzónicos la isla parece estar varada en el delta del Mekong. A lo que huele es a pantano y a basura, a fruta pudriéndose en un mercado del trópico. En los andenes del metro se pasa de golpe de un calor brumoso de baño turco al frío de congelador industrial del interior de los vagones. Llueve y llueve y cuando deja de llover el vapor de agua que ya satura el aire se condensa en las superficies anchas de las hojas.
Llegamos hace cinco meses a la ciudad del invierno y ahora estamos a punto de irnos de la ciudad inversa del verano. Cuesta pensar que sean la misma, que sin moverse uno haya podido viajar del Ártico al trópico, como un ave migratoria. La otra migración estacional viene ahora, la inminencia del encuentro con la otra mitad de la vida que aquí nos falta y ya echamos tanto de menos, las presencias queridas.
Ah: y gracias por las felicitaciones, y felicidades antonianas a quienes correspondan. No hay que olvidar que San Antonio es el patrono de Lisboa…