Conocimos a Antonio Penadés en septiembre del año pasado, en Menorca, en aquellos días inolvidables en los que dimos Elvira y yo un taller de literatura en una casa antigua y algo destartalada y bastante novelesca desde la que se veía el mar. Antonio era uno de los alumnos. Sorprendía por la expresión de inteligencia alegre que había en su cara, especialmente en su mirada. Era una de esas miradas muy agudas y al mismo tiempo cordiales con las que se cruza uno de vez en cuando en la vida, la mirada de alguien que hace bien aquello que ama y que se interesa por todo, con estusiasmo y también con una disposición de ironía. Antonio tenía, entre otras cosas, una gran capacidad para reirse a carcajadas, aunque nunca a costa de otros.
En una de aquellas noches en las que charlábamos de esto y de lo otro en la terraza de la casa, frente a la oscuridad y el silencio del campo y el esplendor del cielo de verano, Antonio nos contó la historia de su activismo. Por razones políticas y estrictamente privadas se había personado como acusación particular en uno de los casos más inmundos de corrupción de todos estos años: el de esa red valenciana que se enriquecía desviando ayudas públicas y privadas a la gente más pobre de Haití y sitios semejantes. Ahora, en parte gracias a la militancia de Antonio y de gente como él, hay una sentencia firme en el caso, y me he acordado de él y de un artículo suyo que nos hizo llegar al poco de conocernos:
http://elpais.com/elpais/2013/03/19/opinion/1363693760_485921.html
Gente así mejora el mundo, sin rastro de impostura ni de palabrería.