El taxista que nos recogió nada más llegar al aeropuerto de Memphis era un negro espigado y canoso que parecía habanero: sahariana marrón claro, pantalón muy planchado, calcetines blancos, zapatos relucientes, gafas de sol, cara de guasa, unas patillas muy blancas que contrastaban contra la piel muy oscura, con un brillo de antracita como el que tenía la cara de Art Blakey. No hay que olvidar que el delta del Mississippi no queda muy lejos del Caribe, y que entre Nueva Orleans y La Habana hubo siempre lazos muy estrechos. Una de las primeras composiciones célebres del gran W. C. Handy, Saint Louis Blues, tiene un pasaje que es una habanera. De W.C. Handy, por cierto, hay una estatua en un parque público junto a la calle a la que le dedicó otra de sus grandes canciones, Beale Street Blues. Nadie las ha tocado ni cantado mejor que Louis Armstrong en su grabaciones de finales de los veinte y los primeros treinta, con los Hot Five y los Hot Seven, maravillas supremas de la música del siglo.
El taxista parecía habanero hasta que abría la boca. Entonces se producía un shock lingüístico del que costaba recuperarse, hasta que el oído se adaptaba a la voz y al acento sureño cerrado. Imagino que sería como si llega de golpe un extranjero a una taberna de Jerez. Era una voz que parecía venir del fondo de un pozo, de una tinaja muy oscura, del fondo de una mina, del fondo de la tierra. Era como oir las notas más graves de un clarinete bajo. Era ese modelo universal de taxista dispuesto a compartir su omnisciencia con cualquier viajero que le dirija la palabra. A los cinco minutos ya nos estaba explicando que a Martin Luther King lo mató el gobierno americano, que a J.F. Kennedy lo había ejecutado la CIA, que el asesinato de Robert Kennedy era una venganza personal de Lyndon Johnson. Cambió de tema un momento para señalarnos el río, que apareció después de una curva, inmenso y reluciente. The mighty Mississippi River, dijo, como si enunciara el título de un blues. Pero en seguida volvió a lo suyo: ¿Y las torres gemelas? ¿Y el ataque al Pentágono, la mañana del 11 de septiembre? Se volvía hacia nosotros, no contento con vernos las caras en el retrovisor, para ver cómo reaccionábamos a sus revelaciones, y a mí me preocupaba que el taxi acabara en el río. ¿De verdad creíamos que fue un avión lo que chocó contra el Pentágono? ¿Cómo es que no se encontraron restos del fuselaje?
Nos despedimos, no sin alivio, en la puerta del hotel. Al darle las gracias al taxista le pregunté cómo se llamaba. Por la cara de satisfacción que puso al decirme su nombre se notó que estaba muy orgulloso de él:
–Ulysses.