Parece mentira que en un par de días vaya a hacer veinte años de la muerte de Onetti. Se habían publicado unos meses antes sus cuentos completos, en una hermosa edición de Alfaguara, cuando la dirigía Juan Cruz, para la que yo había escrito un prólogo, hecho con toda mi admiración pero también con todo el afecto y la gratitud que me despertaba. Tuve la alegría de saber que a él le había gustado. Acabábamos de volver Elvira y yo de un viaje a Buenos Aires y a Montevideo y nos llamó Juan para decirnos que Onetti acababa de morir. Vivíamos entonces en la calle Pelayo, que en esa época todavía estaba llena de yonquis y de tiendas de barrio. Han pasado veinte años y ahí sigue Onetti, en su sitio, un poco al margen, como a él le gustaba, con toda su furia y su poesía intactas. Para mí él y Borges son los mejores. Los amaba cuando tenía veinte años -hay escritores a los que uno solo admira, y otros a los que admira y ama- y los sigo amando igual ahora, aprendiendo de los dos, tan distintos entre sí, Borges siempre más ausente, Onetti cercano, enamorado de William Faulkner, de las novelas policiales y de los tangos de Gardel.
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