Día de la memoria

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Cada último lunes de mayo, Memorial Day, empieza oficiosamente la temporada de verano. Ha llegado el calor y la ciudad adquiere un ritmo un poco más amortiguado, que se notará más aún después del 4 de julio. En Memorial Day hay en la televisión películas de guerras lejanas y cercanas y la Filarmónica de Nueva York da  un concierto gratis en la catedral de St. John The Divine. Yo me lo suelo perder por la pereza hispánica de esperar en una cola. La gente que tiene dinero y casas en el campo aprovecha Memorial Day para pasar en ellas el primer fin de semana largo del verano. Los pobres hacen sus barbacoas en los parques, las familias populosas de emigrantes desplegadas en las laderas de hierba muy verde. A lo largo de la orilla del Hudson el aire huele a carbón y a gasolina, a carne tostada, a humo de grasa. De los coches abiertos vienen músicas caribeñas. Y también lo inunda todo el olor de las acacias, los racimos blancos que han florecido de pronto, blancos y algunas veces rosa o violeta, los pétalos llevados por la brisa junto a las semillas voladoras de los olmos. Parece mentira que esta sea la misma ciudad en la que duró tanto el invierno. Bajamos al tomar algo por el Village y damos luego un paseo por las calles estrechas, con sus ventanas iluminadas en la noche, los neones de los cafés en las esquinas, perdiéndonos siempre, al menos durante unos minutos, porque el Village es un laberinto que se agradece en esta ciudad de ángulos rectos. No hace viento, no hace mucho calor, el aire tiene una cualidad sedosa. Dice Elvira: “Ojalá este momento fuera eterno”. Dice también: “No hay placer más grande que pasear con unos tacones cómodos una noche de verano”. Las calles tranquilas y muy arboladas, las casas de ladrillo, las escalinatas de entrada, las altas ventanas sin cortinas, traen un recuerdo poderoso de Amsterdam. De vez en cuando es fácil acordarse de que Nueva York empezó llamándose, durante casi un siglo, Nueva Amsterdam.