Desde la ventana del hotel, en el piso duodécimo, se ve el sol poniéndose sobre el río, y al otro lado un horizonte plano y boscoso que es Arkansas. Cuando va atardeciendo el downtown de Memphis, como el de tantas ciudades americanas, se convierte en un escenario desierto, en el decorado de una ciudad fantasma. Por Main Street circulan viejos tranvías con muy pocos viajeros. Beale Street es como un shopping mall o un parque temático, con sus neones arcaicos y sus bares de los que salen olores de barbacoa y ráfagas de rhythm & blues. Da dolor ver a tantos músicos extraordinarios tocando por la propina que pueden dejar o no los clientes en un cubo de plástico. Más allá de una cierta esquina ya no hay más bares y ya no hay nada más, salvo aparcamientos y solares vacíos cerrados con alambradas. Le pregunté a la bella recepcionista negra del hotel cuánto se tardaba en llegar al Museo de los Derechos Civiles y me dijo: “cinco minutos”. “¿Andando?” Me miró con cara de extrañeza. “Andando no, en coche”. “Pero si se tardan en coche cinco minutos no se puede tardar mucho dando un paseo”. Seguía sin comprender. Le parecía inverosímil que alguien pensara en recorrer a pie una distancia que sin duda era corta, y además en línea recta, según indicaba nuestro mapa.
Echamos a andar y en cada esquina aumentaba la desolación, después de la bulla algo forzada de Beale Street. Solares de edificios convertidos en aparcamientos; aparcamiento viejos abandonados, con grietas en el asfalto en las que crecía la vegetación feraz del Sur; aceras rotas por las que no camina nadie. A veces se ve a lo lejos la silueta de una persona solitaria. Ni coches pasan. Hay un gran hotel como de los años treinta con todas las ventanas tapiadas. Sobre la terraza permanece el armazón metálico de lo que fue un gran luminoso. Hay naves industriales con todos los cristales rotos. Hay en una esquina un restaurante mexicano con murales pintados en la fachada en el que parece que no ha entrado nadie en mucho tiempo. Y de pronto, al doblar una esquina, aparece el letrero familiar, Lorraine Motel.
La foto es de Elvira: