El patrón laico de cualquiera que escriba sobre arte, música o viajes como un aficionado es Stendhal. Stendhal inventó o al menos llevó a su primera perfección una escritura voluble que expresa la reacción inmediata de un testigo ilustrado y curioso, pero no profesional, con aficiones variadas, con una propensión a ver reflejados sus propios estados de ánimo en las obras que mira o escucha, o en las ciudades por las que pasea. Las novelas grandes de Stendhal -La Cartuja, Rojo y negro-, que he releído estos últimos años, me gustan menos de lo que recordaba, pero sus diarios, sus cuadernos de apuntes, sus libros de viajes, los disfruto cada vez más. Stendhal va a la Scala a ver una ópera de Rossini y de antemano disfruta de todo: de la iluminación del teatro, de la belleza de las mujeres, del trayecto por la ciudad, de una conversación con un amigo. Creo que fue el primero que examinó con cuidado la psicología de la apreciación estética. En uno de sus libros mejores, Promenades dans Rome, que yo he llevado a veces en mis paseos por la ciudad, dice que contemplar el arte conlleva una cierta propensión a la soledad y a la melancolía.
No recuerdo en qué libro dice Stendhal que el arte es una promesa de felicidad: el encuentro con la obra y también la espera y la expectativa de aproximarse a ella. A veces la expectativa es superior al cumplimiento. Me acuerdo de la ilusión con que mi padre esperaba la hora de ir hacia la plaza de toros el día de la corrida grande en la feria de Úbeda, que además era el de su santo. Luego casi siempre volvía decepcionado.
Pero también hay muchas veces en las que el encuentro desborda las expectativas, y eso provoca siempre un estado de limpia ebriedad. Esta tarde iré a ver a la Filarmónica de Nueva York tocando una de mis sinfonías preferidas de Mahler, la Tercera. Dirige Bernard Haitink, y canta Bernarda Fink. Desde por la mañana llevo dentro una ilusión impaciente, que llegará al máximo cuando salga del metro a la gran plaza diáfana de Lincoln Center.