La estación de los verdes profundos de la vegetación y la neblina húmeda es también la de las despedidas. De la ciudad del invierno, que duró tanto, no queda nada. Ahora estamos empezando a habitar la ciudad de breves días soleados, la ciudad monzónica de los grandes calores, las lluvias copiosas, la bruma de jungla en las zonas boscosas de los parques, la cohetería amarilla de los dientes de león salpicando las praderas muy verdes.
Mañana lunes es la última clase del curso. La despedida será sobre todo la los que terminan el segundo año de la maestría y se marchan. Se marchan de vuelta a sus países, algunos, y otros se quedan aquí buscándose la vida, dando clases, haciendo doctorados que les aseguren unos pocos años de estabilidad laboral y les concedan tiempo para escribir.
Yo termino con un estado de ánimo en el que cuenta sobre todo el alivio de tener de nuevo todo mi tiempo disponible. He disfrutado mucho de las lecturas compartidas, de ver a tanta gente joven apasionada por la literatura, por escribirla y por leerla, el aprendizaje singular que ha de seguir cada uno en busca de su voz y del material narrativo que será suyo exclusivamente. Pero este año lo que necesito sobre todo es tiempo, tiempo para dedicarlo a una novela y para vivir en ella, para disfrutar de esa simplificación y ese orden que una novela impone en la vida. El tiempo se organiza en torno a ella. Cualquier distracción ha de ser dejada en suspenso, lo cual es muy saludable para mentes volátiles como la mía. El verano es una isla de tiempo en la que estoy impaciente por perderme.