Un maestro secreto

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Johnny O’Neal toca tan bien el piano que no parece que lo esté tocando. Se sienta de lado, sonríe, busca por los bolsillos de su americana demasiado grande y saca un papelito en el que quizás apuntó la lista de canciones, o quizás el móvil que no se había acordado de apagar. Johnny O’Neal empieza un blues al piano y se pone a cantar como si le hubiera apetecido de pronto, y canta de una manera rara, como desapegada de la melodía que él mismo está tocando. Dice la canción y de pronto ha sustituido las sílabas inteligibles por la onomatopeyas joviales del skats, que fue otro de los grandes inventos de Louis Armstrong, dicen que una vez que estaba cantando y se le olvidó la letra. Johnny O’Neal canta como para sí mismo, y de vez en cuando intercala un comentario entre los versos de la canción, o improvisa una variante referida a alguien del público. Johnny O’Neal sabe tocar el piano con una fluidez de otra época, con un virtuosismo a la manera de Art Tatum, pero también con el desahogo y la guasa de Fats Waller, en esa vena de picardía y humorismo que desapareció, infortunadamente,  en los tiempos del bebop, aunque Dizzy Gillespie fue un heredero de ella.

Johnny O’Neal canta el Whisky Drinking Woman Blues de Lou Donaldson, y yo me acuerdo de mi amigo Arturo Cid, saxofonista eminente, que lo cantaba tan bien en nuestra Granada subterránea del jazz, en los años ochenta. O’Neal toca el piano con una extrema delicadeza, sonriendo, debilitado por la enfermedad y los años, emergido de una oscuridad en la que estuvo a punto de perderse, y cuando la línea melódica se va acercando al final él la interrumpe sin aviso, dejando una nota en el aire, desdeñoso de lograr un acabado excesivo.