La vida inesperada no es una película sobre modernos caprichosos que juegan a la vida bohemia en las zonas pijas de Brooklyn. Es una película sobre emigrantes y sobre exiliados, sobre la llegada de esa frontera en el tiempo en la que ya no es posible seguir alimentando incondicionalmente ilusiones juveniles que tal vez fueron espejismos, sobre una ciudad que parece prometer mucho y exigir también mucho a cambio y que con mucha frecuencia no cumple ninguna promesa pero exige sin miramiento el pago de hasta la más mínima deuda. La vida inesperada es una película sobre el fervor de la vocación y la rareza del talento, y sobre el injusticia de que muchas veces la vocación y el talento tengan poco que ver entre sí, porque son muchos los llamados y pocos los elegidos, y porque además el talento no basta. Entre el talento y el éxito media la lotería injusta del azar, el don de la oportunidad, el favor de la moda. Se puede tener mucha vocación para algo y no ser bueno. Se puede ser muy bueno y no tener éxito. Y todo eso se multiplica en una ciudad como ésta, donde hay un exceso de todo, de talentos verdaderos y de talentos ficticios, de vocaciones sin porvenir y oportunidades auténticas o ilusorias, y donde la vida, la vida cotidiana para la mayor parte de la gente, es muy dura, las distancias muy grandes, la vivienda carísima, y todo eso cada vez más. Pero la gente sigue llegando, y algunos de los que vinieron y no han logrado nada no saben volver o no pueden volver, porque en los países de origen las cosas puede que anden peor aún, y porque ha pasado el tiempo y uno ya perdió el paso de las cosas de allí, o quizás siente vergüenza, al cabo de los años, de regresar con la cabeza baja y las manos vacías.
De eso trata la película. De las resignaciones y las astucias que uno tiene que urdir para continuar viviendo. De un librero porteño que llegó a Nueva York huyendo de los militares crimiales de su país y tuvo que hacerse tendero de ultramarinos, y por esas cosas de la vida ha logrado poner una tienda muy digna. De un actor español que se ve a sí mismo de pronto en la línea de sombra al final de la juventud. De su primo que como lo ha tenido siempre todo no sabe lo que quiere. Y también trata de personajes de aquí, siendo tan difícil imaginar y dar voz a alguien que pertenece a otro país y a otro idioma. El desarraigo, en La vida inesperada, no es solo de españoles poco acostumbrados a desprenderse del calor de la familia, sino también de americanos que vinieron a Nueva York en busca de espejismos semejantes, porque esta ciudad también está llena de refugiados de ese continente desconocido e inmenso que empieza al otro lado del río Hudson, como en el dibujo de Saul Steinberg. Dos de mis personajes favoritos de la película son esas dos mujeres, Jody y Holly, que conocen un desarraigo mayor todavía que el de los españoles, aunque estén en su propio país, porque tienen menos asideros emocionales y menos referencias seguras.
Una película ha de impresionar por su unidad estética, pero es un trabajo tan colectivo como un edificio. Elvira puso su inventiva lingüística, su predilección por los personajes habladores y un poco perdidos, su sentido del humor que siendo tan afilado está limpio de sarcasmo y lleno de comprensión y compasión. Javier, Carmen, Tammy Blanchard, Raúl, han puesto en la película la fragilidad y la ilusión del oficio al que se dedican. Jorge Torregrossa la ha dirigido con toda la solvencia de su oficio y todo su conocimiento de una ciudad en la que vivió siete años. Quico de la Rica ha fotografiado la luces verdaderas de Nueva York. Lucio Godoy compuso una partitura extraordinaria. Durante siete años Elvira escribió una tras otra versiones del guión, y ella y Javier y la productora, Beatriz Bodegas, lograron el prodigio de reunir, en años de quiebra, el dinero necesario para rodar en Nueva York.
Un respeto.
Una de las grandes injusticias congénitas a todos los oficios relacionados con las artes es la diferencia entre el esfuerzo que requiere levantar una obra y lo barato y descansado que resulta demolerla. Es así, y no podemos quejarnos. Hacemos lo que nos gusta y le dedicamos nuestra vida y puede que no obtenga reconocimiento, o que casi nunca o nunca salga como hubiéramos querido. Pero al menos un poco de seriedad y de rigor, un cierto grado de respeto al trabajo, sí que habría que exigirles a quienes tan descansadamente ejercen la potestad de lo que en culturas más serias se llama crítica de cine.