Quedo para comer con una amiga, antigua estudiante, que está haciendo unos cursos de arte latinoamericano en la universidad de Columbia. Me cuenta, no sin estupor, que lleva varios meses yendo a clase y todavía no le han enseñado ni una sola obra. Todo son textos teóricos. Duchamp por aquí y Duchamp por allá, Foucault, etc. Pero tampoco tiene tiempo de ir a exposiciones ni a museos, porque los libros de teoría que ha de leer por obligación cada semana son tan largos y tan abstrusos que casi no puede hacer nada más. Estudiar tanto arte le impide ver obras de arte. Es como esos seminarios de literatura en los que la literatura misma parece un apéndice frívolo o superfluo de la teoría literaria. Nos preguntamos cómo sería un curso universitario de cocina en el que no se cocinara nunca, en el que no se oliera ni se probara ni se comiera un solo plato. Cocinar y comer, qué vulgaridad. Casi tanto como admirar y disfrutar la literatura, como quedarse hechizado y conmovido delante de un cuadro, no de la explicación tortuosa del experto acerca del cuadro.
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