Es verdad que en España hay muy poco respeto a las instituciones. En una democracia, eso tiene una vertiente dañina, porque las instituciones representan la soberanía popular. A mí siempre me llama la atención que cuando los periodistas se acercan al presidente del gobierno lo llaman por su nombre de pila, en prueba de llaneza democrática, pero cuando interpelan, por ejemplo, a la duquesa de Alba, le dicen, con mucha reverencia, “Señora duquesa”. Se ve que seguimos creyendo más en la autoridad feudal que en la representativa, o por lo menos que inspira más respeto.
Respeto no significa reverencia, ni mucho menos falta de crítica. Porque algo nos importa y porque es nuestro nos es preciso someterlo a la crítica más exigente, a ser posible fundamentada y racional, con cuidado de no dejarnos llevar por la obcecación ideológica, a favor o en contra.
Pero un problema en España es que quienes menos respeto tienen por las instituciones son muchas veces los mismos que las encarnan o que las dirigen. Ni los más fieros republicanos le han hecho más daño a la monarquía que algunos miembros de la familia real. Nada desprestigia más al poder judicial que la politización descarada de quienes lo gobiernan, su obediencia a las coacciones y a los intereses partidistas. Y casi nada ha dañado la imagen del Instituto Cervantes como esa invitación al presidente de Guinea Ecuatorial a dar una conferencia en su sede de Bruselas. El saqueo de la riqueza petrolífera de un país donde la gente sigue siendo pobrísima es uno de los escándalos que por algún motivo apenas tienen eco en España.
Este tipo de decisiones, vienen de arriba, desde luego: imposiciones políticas sobre una institución que debiera ser profesional y autónoma en su funcionamiento. Lo que me soprende es que nadie, en la cadena de obediencias que va desde una llamada de teléfono en las alturas hasta la programación de un acto en la sede del Cervantes en Bruselas, haya tenido la dignidad de dimitir, aunque solo fuera en defensa del buen nombre de una institución.