En la mesa del restaurante contigua a la mía hay una pareja que sin la menor duda no vive en la ciudad. Él tiene el pelo blanco y lleva una chaqueta de chándal; ella es rubia, teñida, redonda, jovial, con la cara colorada. Está claro que son visitantes y que celebran algo, porque de otro modo no estarían aquí, ni beberían vino: ella una copa de tinto, él un vaso alto de champán. Han pedido una montaña de comida: él una chuleta enorme, ella un steak, acompañados por puré de patatas, crema de espinacas, patatas fritas. Al pasar yo hacia mi mesa he volcado el vaso de él. La señora inmediatamente llama al camarero, y mientras viene le dice al marido: “Está bien que te lo haya volcado, porque te quedaba muy poco y ahora te pondrán uno entero”. La decisión de rellenar el vaso es demasiado seria como para que el camarero se haga cargo de ella. Viene el manager y todo se resuelve. A la señora esta copa de champán gratis la llena de alegría. Está radiante. “This is fun”, dice, mirando a su alrededor, con la copa de tinto en la mano, “This is so much fun”. La señora le ha explicado al manager que es el cumpleaños de su marido: cumple setenta, y han venido a celebrarlo a Nueva York, desde Nova Scotia, en Canadá. Han ido a dos musicales de Broadway. Han paseado por Central Park en coche de caballos. El marido come de su chuleta enorme y asiste, con reserva masculina, a la efusión sentimental de su mujer. “Qué gran cumpleaños, Jake”, dice ella, “el mejor en muchos años. ¿Has visto que te he llamado Jake, y no Jacques? Eso significa mucho para mí. Si no estuviera tan contenta no te llamaría Jake, y tú lo sabes”. De vez en cuando salta al francés. Apura el vaso de tinto y pide otro y le dice al camarero, que no comprende: “C’est son anniversaire, aujourd’hui. Soixante dix. Seventy”. El hombre apenas toma más de uno o dos sorbos de champán, y la chuleta parece crecer en su plato. Por fin se levanta y pregunta dónde es el baño. Cuando la mujer se queda sola mira hacia mí y me sonríe en cuanto yo le devuelvo la mirada. Le digo: “Felicidades”, y ella choca su copa de tinto con la mía, dándome las gracias, y me explica que vienen de Nova Scotia, que llevan tres días en Nueva York y no han parado, que han estado en dos musicales, que se han paseado en coche de caballos por el parque, y era tan estupendo, aunque hacía frío. Me dice cómo se llama, Heather, a qué se dedica, trabajadora social, cuánto falta para su cumpleaños, sesenta y cinco, me pregunta en qué trabajo yo, colorada y feliz, muy curiosa, quiere saber en qué universidad estoy y qué enseño y cuánto tiempo llevo haciéndolo. Entonces yo caigo en que ha pasado mucho rato y Jacques o Jake no vuelve del baño. En mi cabeza se insinúa un desenlace: al hombre, con setenta años, le ha sentado mal el atracón de carne, le ha dado un síncope en su cumpleaños. Tengo que irme, y me despido de Heather, que está tan tranquila, y me dice que ojalá podamos vernos dentro de un año, en este mismo sitio, celebrando los setenta y un años de su marido, que sigue sin volver. Cuando ya voy camino de la salida veo a lo lejos la cabeza blanca, la chaqueta de chándal, la cara achispada y desorientada de Jake, que no encuentra su mesa.
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