Estábamos los amigos y las novias aquel sábado de Semana Santa por la tarde en la taberna Chinarrale, de Úbeda, un reducto entre flamenco y conspiratorio en el que pasábamos mucho tiempo. El dueño, Paco, era un hombre aficionado a la literatura, al flamenco y a las antigüedades, y ofrecía una hospitalidad tan poco mercantil que yo no sé cómo mantenía abierta la taberna. Había humo de Ducados, mesas de madera estudiadamente rústica, arcos encalados, posters, jarros de cerámica para el vino peleón. De vez en cuando recalaba por allí, aparte de los flamencos, algún cantor barbudo, con frecuencia latinoamericano, porque ya había empezado el flujo de aquellos exilios. Uno de barba bien espesa que actuó una noche fue Joaquín Sabina, melenudo y escuálido, recién llegado de Londres, con una leyenda de nocturnidad y destierro que nos admiraba a sus paisanos medrosos.
Entonces llegó alguien y dijo lo que parecía mentira: que el gobierno acababa de legalizar al Partido Comunista. La taberna y la calle cercana se llenaron de una erupción súbita de banderas rojas. Unos cuantos nos montamos en un coche con las ventanillas abiertas en el que sonaba a todo volumen la Internacional. Era asombroso no tener miedo. Algunos militantes viejos miraban el barullo con cara de incredulidad y con los ojos llenos de lágrimas. Aquella ebriedad tan rara que no necesitaba alcohol para sostenerse era el sabor temprano de la libertad. Extrañamente no le reconocíamos ningún mérito a aquel hombre de pelo esculpido a navaja que aparecía grave y sonriente, y mucho más joven de lo que entonces advertíamos, en nuestros televisores en blanco y negro.