Hace diez años, la noche del 7 al 8 de marzo, hacia las dos de la madrugada, murió mi padre. Mi madre se despertó porque lo oía respirar muy fuerte y muy entrecortado junto a ella, como si estuviera teniendo un mal sueño. Lo llamó varias veces, queriendo despertarlo, diciendo su nombre en la oscuridad, porque no acertaba a encender la luz. En unos minutos un infarto cerebral se lo había llevado. Tenía setenta y cinco años, y era un hombre fuerte, saludable, cordial, con el pelo todavía abundante y muy blanco, con una gran sonrisa que le ensanchaba la cara . También tenía sus propensiones melancólicas, en las que cada vez intervenía más la pesadumbre de la vejez, que le daba miedo. Hacía cálculos mentales: “Si me muero a la edad que se murió mi papa, me quedan todavía tantos años; si muero a la de mi mama me quedan unos cuantos más”. Al final no alcanzó la edad de ninguno de los dos. Pero vivió fuerte y sano hasta su último día, y eso es un gran consuelo. Después de su muerte se me acercaban personas que lo habían saludado o habían charlado un rato o tomado un café con él ese último día: salía de casa, en Úbeda, donde le gustaba tanto vivir, y no paraba de encontrarse con amigos, parientes, antiguas parroquianas de su puesto en el mercado de abastos, lectores míos que lo paraban para felicitarlo por algo. En cualquier sitio donde estuviera -en Madrid, en el Puerto de Santa María, en alguna de aquellas ciudades que visitaba en los viajes del Inserso- se levantaba al amanecer y se iba a buscar el mercado. El fresco del día y los olores intensos de los alimentos terrenales le daban la vida. Dos días antes, el domingo, nos había llamado para preguntarle a Elvira si ese año lo llevaría de nuevo a las Ventas en San Isidro. Era un taurino fervoroso. Cuando disfrutaba mucho de algo se ponía colorado de gozo y le brillaban los ojos. Le habría gustado mucho ver cómo sus nietos se hacían definitivamente adultos, terminaban carreras, emprendían vidas laborales, él que tenía una idea tan estricta del valor y la responsabilidad del trabajo. El tiempo pasa, pero no por su ausencia.
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