Hay un silencio particular los días que se anticipa la nieve y la nieve no llega. Como ha habido tantas tormentas este invierno, imagino que los meteorólogos no quieren que los acusen de no avisar a tiempo de lo que se avecinaba. Pero anoche, y esta mañana, en la radio, y en el periódico, se anunciaba la nieve, con todo lujo de detalles métricos -entre tres y seis pulgadas, el doble en New Jersey- para el principio de la tarde. El cielo se puso blanco, se hizo el silencio que anticipa siempre la nevada, más poderoso según caía la tarde, y al salir de casa el portero le decía a uno que se preparaba, que tuviera cuidado, que la nieve estaba a punto de llegar. Pero ya son las nueve de la noche y la nieve no ha venido. Y me acuerdo, en la noche del domingo, de algo que empecé a ver ayer o anteayer, en los alcorques de los árboles, entre la hierba quemada por el frío y aplastada bajo las hojas secas del invierno pasado: las puntas como uñas, como dedos que asoman, los brotes verdes de los crocuses, tanteando el aire en cuanto ha empezado a hacer un poco de sol y se ha apaciguado el frío, queriendo cautelosamente salir de la tierra, despertados de la catalepsia invernal por quién sabe qué señales químicas. Lo que más me gusta de los mitos sobre la naturaleza es su exactitud. Perséfone se prepara para su regreso anual desde el submundo al reino de la claridad solar.
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