Hay una banalidad obtusa y algo exasperada en el afán acumulador de los ricos más ricos, de los tiranos, de los mayores narcotraficantes: el delirio de poseerlo y poderlo todo del Calígula de Camus mezclado al aturdimiento del consumo moderno. Por eso es tan ilustrativo el relato de los primeros que llegan a las residencias de los tiranos recién huidos o recién derribados. Nunca me olvido de aquel sofá dorado -no sé si de oro macizo, que podría ser- en forma de sirena entre mitológica y de Disney que tenía Gadafi en su residencia. Ayer leí en el NYT la crónica de lo que hallaron los rebeldes en el palacio del presidente de Ucrania: un restaurante de lujo en el interior de la réplica de un barco pirata; pavos reales en jaulas doradas; cabras y cerdos de razas singulares; un gran campo de golf particular; no sé cuántos coches de lujo. Faltan los hipopótamos y rinocerontes y caimanes y jirafas que tenía Pablo Escobar en su finca. Hay algo terrorífico en la desmesura de esa gente. La democracia y el imperio de la ley son las únicas armas, imperfectas y frágiles, que se han inventado para poner límite a esas egolatrías monstruosas.
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