A primera hora de la mañana una nevada ligera había cubierto las montañas de antigua nieve sucia y restaurado el blanco del paisaje. Iba a comer con un amigo en el East Side y atravesé Central Park caminando. No había nadie y la nieve absorbía los sonidos de la ciudad, de repente lejana. No oía nada más que el canto de algún pájaro y el crujido de mis pisadas sobre la nieve fresca y prieta. Era como esos peregrinos que se ven a veces en los dibujos japoneses de paisajes invernales. La nieve dilata el espacio y también el tiempo: la media hora escasa que dura la travesía se me ensancha en el entretenimiento de la caminata. El parque hace que el otro lado de la ciudad parezca mucho más lejano. Desde la barandilla del estanque grande, helado y cubierto de nieve, se ven a lo lejos, mirando hacia el sur, los edificios del Midtown como un himalaya en la niebla.
Al llegar al restaurante caigo en la cuenta de que fue aquí mismo, en otro día invernal de hace dos años, cuando mi amigo me dijo, con su habla austera de Madrid que permanece intacta después de media vida en Estados Unidos, que le habían detectado el retorno de un cáncer. Es un hombre a la vez sobrio y muy afectuoso. La conversación fue tan animada como otras veces, pero la sombra de la enfermedad pesaba sobre nosotros.
A lo largo de este tiempo me ha ido informando de su tratamiento. Me contó que participaba en un experimento destinado a averiguar si era posible activar el sistema inmune para que identifique como extrañas las células cancerosas y las ataque como a cualquier otro invasor. Hoy, nada más vernos, me da la buena noticia: el tratamiento ha funcionado. Lo celebramos con un vaso de vino y un cuscús. Y a continuación hablamos de las aficiones que tenemos en común y de las tristezas de la vida pública española, de la última novela de Doctorow y de los grandes músicos a los que mi amigo conoció cuando era niño y adolescente, en Madrid. Su padre, a quien se ve que añora mucho, con esa añoranza especial hacia los muertos de las personas que se van haciendo mayores, era crítico musical. Me cuenta que una de las diferencias entre Celibidache y Stravinsky era que Celibidache hablaba sólo de música y Stravinsky casi de cualquier cosa salvo de música. A Stravinsky, cuando estaba en España, lo que le gustaba era ver arte español, del que sabía mucho. Mi amigo era un niño y se quedaba quieto como un gato con los oídos muy alerta a las conversaciones entre los adultos. Cuando Stravinsky se lo quedaba mirando muy fijo con aquellas gafas de montura negra que tenía dice que le daba miedo.
Vuelvo contento por el parque, y al fondo, sobre los árboles, como sobre la espesura de un bosque, la ciudad emerge poco a poco de la niebla.