Hay un momento de extraordinaria conciencia acústica al final de la primera carta de García Lorca a su familia desde Nueva York. No hay que olvidar nunca que Lorca, tanto como poeta, era músico. Es la noche del 28 de junio de 1929, y está escribiendo en su dormitorio de Columbia, con la ventana abierta, con un aire cálido de verano entrando por ella. Se olvida de la diferencia horaria e imagina que en ese momento la familia estará en la Huerta de San Vicente, en la Vega de Granada, que entonces era todavía un paraíso terrenal, hecho a la vez de los dones naturales y de la sabiduría y la tenacidad del trabajo humano. Les ha contado su viaje, sus primera impresiones de la ciudad, que lo deja tan aturdido y tan entusiasmado, y piensa en lo que ellos estarán escuchando, en la calma de una noche de junio, tomando el fresco en la huerta: la campana de la Vela, la de la catedral dando las horas, los grillos en el campo. Y entonces compara ese paisaje sonoro con el que entra por su ventana y les dice: “Yo oigo los murmullos y las sirenas de New York”.
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