El sábado por la tarde, António Zambujo, en Zankell Hall, la sala de cámara de Carnegie Hall; ayer, domingo, al lado de casa, en Smoke, nada menos que el gran Brad Mehldau tocando en dúo con el guitarrista Peter Bernstein. Da alegría que António Zambujo, viniendo de Portugal, cante en Carnegie Hall; y da una alegría equivalente que Brad Mehldau, teniendo el nombre internacional que tiene, toque en un club de la calle 106 en el que no caben más de cuarenta personas. En ambos casos el efecto de confidencialidad es el mismo. António Zambujo canta como si estuviera en un local de fado en la Alfama, acompañado por músicos extraordinarios, con un gran eco de jazz: contrabajo, trompeta, guitarra portuguesa, clarinete y clarinete bajo. Un amigo de oído muy fino que vino con nosotros decía que esa guitarra portuguesa sonaba a veces como Bluegrass. El clarinete bajo es como un periscopio de sumergirse en las profundidades de las notas más graves. Empezó a cantar Zambujo y era como estar de nuevo en la querida Lisboa.
En la manera de cantar y en los acompañamientos de António Zambujo hay resonancias de música brasileña. Dice Elvira que en la manera de decir las canciones se parece a Joao Gilberto. También las hubo en el concierto de Mehldau y Bernstein: tomaba la iniciativa uno de los dos y el otro lo seguía y lo acompañaba, y un momento después se cambian las tornas y el acompañante era el solista, y el solista aceptaba la penumbra del segundo plano. Era como asistir a una conversación en la que se habla apasionadamente sin alzar la voz. Tocaron juntos casi al final una canción de Charlie Parker –Dexterity- y ahí estalló una maravilla de intercambio y desafío: se respondían, se parodiaban, tomaban giros inesperados. Ecos de unas músicas se escuchan en otras: la música africana, la música árabe que tiene tanto que ver con el fado como con el flamenco, los blues, las canciones populares del Alentejo, en las que se despertaron los oídos infantiles de Antonio Zambujo. Me acordé de una cosa que me dijo el gran Antonio Molina, hace muchísimos años, en un plató en el que se rodaba uno de los primeros programas de Canal Sur. Yo le conté cómo me emocionaba escucharlo en la radio cuando era niño. Estábamos charlando y en una esquina del estudio empezó a ensayar el saxofonista Abdu Salim, que vivía en Sevilla. Hizo un solo impresionante y Antonio Molina, que era tan hablador, no parpadeó ni abrió la boca hasta que Salim terminó de tocar. Se volvió a mí y me dijo: “Tocayo, todo el arte es lo mismo”.