Lecciones de invierno

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En la universidad una estudiante que viene de Lima me cuenta que su mayor aprendizaje en Nueva York ha sido el del cambio de las estaciones. “En Lima el tiempo es siempre más o menos lo mismo. La diferencia máxima entre el verano y el invierno son unos diez grados”. Hasta llegar aquí nunca se había abrigado tanto, nunca había sabido lo que era de verdad el frío. También es posible que no hubiera tenido una sensación tan marcada del paso del tiempo. Hace años, en Copenhague, una señora brasileña me contó el recuerdo luminoso de su descubrimiento de las estaciones cuando llegó a Europa en su primera juventud. Hasta entonces, en Río de Janeiro, había vivido en un paraíso fuera del tiempo. Se dio cuenta de la monotonía de ese paraíso cuando asistió por primera vez al cambio de color de las hojas de los árboles en los parques de las ciudades europeas; cuando experimentó la dulzura de los días soleados, la sorpresa de la velocidad con que se iba el sol rubio de las tardes de noviembre. Me dijo que solo en Europa y luego en el noreste de Estados Unidos había aprendido algo sobre el paso del tiempo: el tránsito permanente y la apariencia de circularidad en el regreso ordenado de las estaciones.

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Blue Snow, the Battery Date (Bellow, 1910)
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