Acontecidos

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Hubo una época en la que los exiliados o desterrados a los que uno conocía eran chilenos. Luego fueron sobre todo argentinos y uruguayos. Los colombianos empezaron a llegar en los años más crueles de la guerrilla y el narcotráfico. Iba uno con un amigo colombiano por la calle, en Madrid o en Nueva York, y el amigo mostraba de pronto su gratitud hacia lo que a uno le parecía normal: caminar sin miedo, durante un largo rato, tomar un café en una terraza, quedarse hasta tarde y volver a casa dando un paseo. Vino la racha de los peruanos, huidos del fujimorismo y del derrumbe económico. En Perú se habla un español limpio, sin énfasis, sin verbosidad. No sé por qué será, pero casi cada peruano con el que me encuentro es un narrador nato.

Ahora lo que hay cada vez más son venezolanos. Pierdo la cuenta de los venezolanos que he conocido estos últimos años. Estudiantes en la universidad, periodistas, escritores, científicos, abogados, profesionales brillantes, gente ilustrada y progresista que se está quedando sin país, y que además ha de aguantar las simpatías de privilegiados europeos por el régimen que a ellos no los deja vivir. Mis amigos venezolanos, los de fuera y los de dentro, viven con una perpetua sensación de derrumbe. Una amiga de Caracas, profesora de yoga en Madrid, rompió a llorar sin consuelo contándole a Elvira casos terribles de violencia que se ceban en los niños: asesinatos, secuestros, ajustes de cuentas.

Otra venezolana me dice ayer: “Es que hoy estoy muy acontecida”. Es una expresión magnífica. Uno está acontecido cuando le acontecen muchas cosas, cuando se le vuelca el café sobre un libro, cuando tropieza al salir de casa, cuando pierde un tren, cuando se le juntan percances y contratiempos menores. En Nueva York es muy fácil no aprender inglés, pero con poco oido que uno ponga puede aprender las variantes más sabrosas del español.