Me ha gustado leer hoy la crónica de Juan Cruz sobre la última clase en la universidad de José Álvarez Junco. Yo lo leía y lo admiraba antes de conocerlo. Un buen historiador es al mismo tiempo un buen narrador y un proveedor de conocimientos lo más precisos que se pueda sobre el pasado. Desde luego que el pasado es difícil de conocer, en primer lugar por las limitaciones documentales, en segundo lugar por la propensión humana a modelarlo según la conveniencia del presente. Eso sucede en la política lo mismo que en la vida particular: cada uno de nosotros cuenta y se cuenta una versión cambiante de su vida, y la flaqueza de la memoria se junta en ella a la necesidad de justificación. En el ámbito de lo público, a la Historia se le asigna con mucha frecuencia una tarea servil, y despreciable: la de legitimar las ambiciones más absurdas, el victimismo, la búsqueda de chivos expiatorios, de enemigos seculares, de coartadas para la vanidad colectiva.
A un historiador le corresponde la tarea sobria de poner en su sitio el pasado, de revelarnos que no es una proyección hacia atrás del presente, igual que las constelaciones no son una clave de nuestro destino. Una noción racional, rigurosa y no fantástica de la Historia es tan importante para la ciudadanía como una visión científica del mundo natural.
En esa tarea cívica José Álvarez Junco ha hecho aportaciones fundamentales. Ha investigado las historias de la Historia: cómo se han construido a lo largo del tiempo las leyendas sobre los orígenes o las identidades nacionales, en su caso más específicamente la española. Leer sus libros es siempre instructivo y siempre entretenido. Cuando lo conocí me di cuenta de que esa intensidad cordial que hay en lo que escribe está también en su trato personal. Hay en él, viéndolo de cerca, algo muy apasionado y muy íntegro, y también un escepticismo a veces desalentado, cuando mira de cerca el estado penoso de la vida pública española. Escucha con la cara concentrada y muy seria echado hacia delante, como por escrúpulo de no perderse nada.
Y como es historiador tiene conciencia también de todo lo que hemos ganado, más visible para alguien de su generación, para quien nació en el país destruido de la inmediata postguerra y luego pudo estudiar y asomarse al mundo. Yo imagino que hoy habrá sentido alivio y melancolía, a partes iguales, al irse definitivamente de la universidad. Según pasan los años no hay despedida que no cause congoja. Una alegrías de volver a Madrid es reunirse a comer con un grupo de amigos charlatanes y encontrar entre ellos la cara seria y afable, un poco campesina, de Pepe Álvarez Junco.