La fraternidad de los cuadernos

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Hay admiraciones puras y admiraciones envidiosas. La admiración pura es la que nos despierta aquello que está más allá de nuestras capacidades o de nuestras ambiciones. La admiración envidiosa es la que lleva dentro como una pepita un poco amarga la pena de no saber hacer aquello que se admira. Yo tengo una admiración pura por pintores, directores de cine, arquitectos, poetas, compositores, virtuosos de un instrumento musical. Lo que ellos hacen es inaccesible para mí. Puedo disfrutarlo sin la menor necesidad de emulación imaginaria, con el puro deslumbramiento de quien contempla desde la seguridad de su butaca a un equilibrista. La admiración envidiosa la reservo para el que hace algo que me gusta mucho y que razonablemente yo también podría haber hecho. Por eso no envidio a un pintor, pero sí a un dibujante, y no a un gran pianista, pero sí a ese conocido que aprendió lo bastante como para tocar en casa, sin la entrega agotadora y la neurosis solitaria del músico profesional, pero con ese conocimiento que solo se adquiere desde el interior de un arte, desde su práctica asidua. Tengo un amigo en Nueva York que se jubiló hace unos años de un trabajo de ejecutivo bancario y ahora dedica una gran parte de sus días a estudiar violonchelo. Fui a su casa y cuando vi en su estudio el chelo sobre su soporte, junto al atril de las partituras, sentí una envidia que no se me ha pasado. Mi amigo no va a dar conciertos, ni a competir con otros músicos, ni falta que le hace, igual que un corredor o un ciclista aficionado no sentirán la frustración de no batir ningún récord. Pero su relación con la música va a ser mucho más honda y más placentera que la mía, porque sabrá disfrutar no solo del resultado final, sino de lo que es mucho más importante, el proceso que lleva a él, los saberes necesarios para que suceda. Con frecuencia los juicios de un experto en un arte pueden ser demasiado vagos y demasiado tajantes: asistir a una conversación entre dos artistas, dos pintores o dos músicos, es asomarse a la maravilla modesta de lo concreto, como oír hablar a cualquiera de su oficio, a un jardinero o un albañil o un mecánico, cualquiera que tenga la inteligencia de las manos y sepa cómo funcionan por dentro las cosas.

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René Magritte por Lothar Wolleh.
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