María Regla Pérez, que suele fijarse mucho, me pregunta por los dos boxeadores de porcelana que tengo encima de mi mesa, uno rubio y otro moreno. Son un regalo de Miguel, que comparte con su madre y conmigo la afición por las cosas peregrinas que se pueden encontrar en los mercadillos y en los anticuarios de medio pelo. Al fijarme en ellos caigo en la cuenta de que estoy rodeado de regalos y caprichos: un Mickey Mouse de lata en una moto roja, encima de una cajita de madera que contiene un nido artificial y que me regaló Felipe Cano, una vez que vino a Madrid; una concha que recogí con Arturo en la playa de Zahara de los Atunes, cuando él era un niño y yo estaba planeando Sefarad; un pájaro de porcelana de Aitor Saraiba que me regaló Elvira; un caracol fósil que compré con Elena en el mercadillo de Portobello Road; un tarro de cristal con trozos de azulejos recogidos cada mañana en la playa del Cais das Colunas de Lisboa; un trozo de pizarra de una cala en Menorca; unas almejas fósiles completas que tenía en su escritorio mi suegro Manolo Lindo, que en paz descanse; un busto de yeso policromado de la República portuguesa, comprado en una chamarilería de Lisboa; un elefante de porcelana que debió de ser, originariamente, un palillero; la piña de una secuoya del parque de la Fuente del Berro; una taza del Second Avenue Deli, que desapareció hace muchos años; una foto de Elvira en Central Park hace 22 años, la sonrisa tan resplandeciente como la luz de aquella mañana; y papeles, discos, cuadernos, unas tijeras, tarros con lápices, libros pendientes. La vida de uno.
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