Nuestro Fernando

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Diego Galán le trajo a Elvira un capítulo de aquella serie estupenda de televisión que hizo en los años noventa, Queridos cómicos, dedicado a Fernando Fernán-Gómez. Era muy emocionante verlo y escuchar su voz tan familiar y tan añorada, la voz tremenda que podía ser de malhumor y era tantas veces de cordialidad y ternura, de ironía apesadumbrada hacia sí mismo, hacia los tiempos tan duros que le había tocado vivir en su niñez y su juventud. Era un Fernando todavía fuerte, lleno de vigor físico y de gusto de vivir, con un whisky en la mano y a veces un cigarrillo, en su casa del campo en la que lo visitábamos de tarde en tarde, llena por todas partes de libros, de fotos, de montones de periódicos, de cachivaches diversos, de todo tipo de enciclopedias en muchos volúmenes. Allí llegué una tarde a las cuatro para hacerle una entrevista y me marché después de media noche, no sólo porque Fernando no dejaba de contarme cosas y de ofrecerme más whisky, sino porque hacia las nueve y media, cuando le pedí a Emma que me llamara un taxi, resultó que no funcionaba el teléfono. “¿A ti se te da bien llamar taxis?”, me preguntó Emma, con aquellos ojos tan abiertos que ponía. “Hombre, yo creo que no se me da mal”, le contesté. Pero marqué el número y tampoco tuve respuesta. Pasaba el rato y el teléfono seguía sin funcionar, y nosotros charlábamos y nos tomábamos unas tapas. Emma nos trajo un tazón de sopa a cada uno y una manta para ponérnosla sobre las rodillas, porque según ella hacía frío. “Emma, aquí estamos estupendamente, con estas mantas que nos has traído y el caldito, pero la visita en algún momento tendrá que irse a su casa”, dijo Fernando. Emma se puso un gorro de lana y un abrigo para ir al chalet de al lado a ver si la dejaban llamar por teléfono. Tardó un rato porque no encontraba el gorro o el abrigo y porque antes de salir cayó en la cuenta de que sería prudente que llevara también un bastón, porque según ella en el jardín de los vecinos había unos perros agresivos. Volvió al cabo de un tiempo considerable. Fernando y yo seguíamos con nuestras mantas sobre las rodillas. Volvió Emma tiritando y con la nariz roja de frío, porque era un enero muy crudo. Y nos informó de que el teléfono del vecino tampoco funcionaba. Los móviles todavía no eran habituales. Después de una larga deliberación entre Emma y Fernando -quizás las dos personas menos prácticas que se han juntado en el mundo- se decidió que ella y yo iríamos a la entrada de la urbanización, a la cabina del guarda de seguridad, donde había un teléfono de emergencias. Pero antes de salir Emma me hizo ponerme un abrigo enorme encima de mi chaquetón, su juicio insuficiente, una bufanda y un gorro de lana gemelo del suyo, un gorro de lana andino por más señas, con orejeras y borlas de colores, y me dio otro bastón, un cayado rústico más bien, por si teníamos que enfrentarnos a los célebres perros agresivos. “Elvira va a pensar que este hombre se ha ido a un cabaret”, dijo Fernando cuando nos despedía en la puerta de la casa, como a dos expedicionarios que salen del refugio para internarse en la noche polar. Llegamos sin novedad a la caseta del guarda y resultó que tampoco le funcionaba el teléfono. No había manera de llamar a un taxi y era ya media noche. Y allí estábamos los dos, con nuestros abrigos, nuestros cayados, nuestras bufandas, nuestros gorros andinos, a la entrada de una urbanización por la que no pasaba nadie. Entonces apareció un coche y Emma le hizo grandes aspavientos para que se detuviera. Yo imaginé que el conductor aceleraría, viendo aquellas dos siluetas embozadas y con grandes bastones. Pero el hombre bajó la ventanilla y Emma lo convenció arrolladoramente de que me llevara a Madrid, que era muy urgente, que mi mujer estaba enferma y me esperaba, y además le dijo que yo era un escritor conocido, que en el camino podía darle conversación, etc.

Al día siguiente llamó para preguntarme cómo había llegado. Detrás se oía la voz de Fernando urgiéndola a que me explicara lo que había sucedido la noche anterior: que unos ladrones habían asaltado una sucursal de una caja de ahorros en el vecindario y habían desactivado las líneas telefónicas. La entrevista con él apareció en El País Semanal. Pero en ella no conté aquella peripecia nocturna. Viendo anoche al Fernando de hace veinte años, escuchándolo hablar, con aquella mezcla tan suya de melancolía y humorismo, lo eché de menos igual que si acabara de morirse.