Para las personas de imaginación aventurera pero de carácter perezoso el mejor sustituto de las expediciones novelescas que no llegarán a hacer nunca son las visitas a los jardines botánicos, más que los libros de viajes. Sin duda hay un placer extraordinario en leer las aventuras de Shackleton en la Antártida, o el diario del capitán Franklin en los hielos del Ártico, o seguir en una buena biografía los itinerarios del capitán Cook, que llegó a Tahití cuando parecía el paraíso terrenal y avanzó mucho más al sur de lo que se había atrevido nadie, vislumbrando entre nieblas de tormenta los acantilados antárticos, o caminar por las soledades de la Patagonia o de los desiertos de Australia en las páginas de Bruce Chatwin. Pero el contraste entre el nomadismo esforzado de los relatos y el confort de la lectura es demasiado grande como para dejarle a uno la conciencia tranquila, y después de todo leer es una tarea demasiado sedentaria y demasiado intelectual, que debe ser compensada de inmediato con el ejercicio físico, para evitar ese peligro de desequilibrio entre la vida real y los mundos de los libros del que fue tan consciente Cervantes.
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