Ahora que casi nos vamos ha llegado el tiempo gris y la llovizna, todavía no la lluvia. La humedad se nota en el aire y vuelve resbaladizas las teselas de las aceras. Desde la entrada de la Praça do Comércio ya se huele la amplitud del mar. Esta tarde la marea había rebosado las dos columnas al pie de la escalinata y las olas golpeaban el parapeto en el que siempre hay gente sentada mirando a lo lejos. Al cabo de cuatro semanas ya caminamos por Lisboa de una manera distinta, que es la del que no tiene que consultar el mapa ni mirar continuamente a su alrededor para orientarse. Los ritmos y los sonidos de la ciudad ya nos son familiares: el tranvía número 28 bajando la cuesta de la iglesia de la Magdalena, el timbre ligero de sus campanadas, el olor cálido que sale de las pastelerías y las panaderías y el olor de las castañas asadas en el aire de la calle, el tono amortiguado del habla de la gente. En la casa de comidas de entrada menos llamativa puede esconderse un tesoro de la cocina popular. En un callejón de la Alfama, dejándonos llevar por el olor, encontramos un restaurante mozambiqueño barato y memorable. En la Fundación Gulbenkian, los edificios bajos en hormigón armado tenían una ligereza de arquitectura japonesa. Desde el interior de las salas se disfrutaba siempre el jardín asombroso; desde el jardín se pueden ver a veces los cuadros. En las cortinas translúcidas que filtran el sol se proyectan las sombras de los árboles del jardín como pinturas chinas. En un tren del metro empecé a oir una percusión insistente y extraña y busqué entre la gente que llenaba el vagón para saber de dónde procedía. Era un ciego, con un bastón, con una hucha de lata colgada del cuello, con un palito de madera con el que golpeaba la hucha, con su rumor de monedas, el bastón, las barras, los respaldos metálicos de los asientos. Era una percusión casi tan complicada y tan sutil como la de unas bulerías. He paseado la mitad del día y he trabajado la otra mitad. Desde el jardín elevado del Museo de Arte Antiguo he visto un muelle con almacenes portuarios y mástiles y banderolas de veleros. En la Praça do Comércio he visto varias veces a un grupo de música de Cabo Verde que se llama Guents dy Rincón. No pienso desperdiciar ni una hora de los casi tres días que me quedan.
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