Aquella conversación

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Qué razón tienes, María Regla Pérez. Se murió mi querido José Luis Pinillos, y yo me acordé de las conversaciones que tenía con él cuando todavía era un anciano fuerte y lúcido, cada jueves, en la Academia, cuando todavía andaban por allí personas cuya inteligencia y generosidad le  alumbraban a uno la vida, Fernando Lázaro, Emilio Lorenzo, Emilio Alarcos, Pedro Laín, Claudio Rodríguez, Claudio Guillén, Fernando Fernán-Gómez, Rafael Lapesa. Me acordé sobre todo de una conversación muy larga, en un restaurante de la calle Ferraz que a José Luis le gustaba mucho, en su barrio de Madrid, cerca de su librería preferida, El Aleph, y de ese parque del templo de Debod en el que había estado el cuartel de la Montaña. En un país donde hay tanta afición por borrar o por tergiversar el pasado, José Luis recordaba el suyo con dolor y honestidad, con la pena por todos los muertos a los que había conocido, quedándose con ese raro remordimiento del que sobrevive. Había sido falangista y se hizo demócrata de corazón, siguiendo un camino semejante al de su amigo Dionisio Ridruejo. Se había alistado en la División Azul intoxicado de épica fascista y lo que vio en los frentes de Rusia y en el camino hacia ellos le abrió los ojos para siempre. Aquel día me contó tantas cosas que la comida se nos quedaba fría en los platos. Se hizo tarde y no había ya nadie más en el restaurante  y él seguía recordando n voz alta. En esa época yo estaba tanteando un proyecto al que le faltaba mucho para convertirse en mi Sefarad. Cuando volvía a mi casa en taxi, anocheciendo, a principios de diciembre, el libro estallaba en mi imaginación lleno de las historias que José Luis me había contado, y del tono de su voz, su pesadumbre, su fuerza intelectual, su examen severo de su propia juventud y de todo lo que le había hecho falta para limpiarse de la irracionalidad y el fanatismo. Otros ese ejercicio no llegan a hacerlo nunca. Dos de las historias centrales del libro –Narva, Tan callando- proceden directamente de las cosas que él me contó aquella tarde. Pero sobre todo me importa acordarme de su espíritu crítico, de su vehemencia mesurada, la de la curiosidad por todo que brillaba en sus ojos pequeños y muy abiertos.

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