Cuatro de los cinco breves volúmenes de la autobiografía de Thomas Bernhard que he leído uno tras otro en poco más de dos semanas tienen marcado el precio en pesetas sobre la pegatina desvaída de una librería de Granada que ya no existe. Su formato mismo ya es adictivo, la delgadez idéntica, el color amarillo de la colección internacional de Anagrama, la sequedad de los títulos, las páginas compactas de la traducción de Miguel Sáenz, sin intervalos de puntos y aparte ni división de capítulos. Los cantos están gastados de tantos viajes, de tantas estanterías distintas en las que los he guardado, primero en Granada y luego en Madrid, en las bibliotecas de varios domicilios de Madrid. He llevado conmigo estos libros de una vida a otra y de unas casas a otras durante más de veinte años, casi un cuarto de siglo, y sólo ahora los he leído. El último, Un niño, lo busqué ávidamente en una librería de Madrid cuando ya había terminado los cuatro primeros, temiendo no encontrarlo. Pero allí estaba, en una estantería alta, y lo alcancé con una codicia que parecería más propia de las lecturas ansiosas de la juventud.
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