A mí siempre me admiran estos que dicen de sí mismos que son provocadores, y en muchos casos viven regaladamente del dinero de todos y reciben palmadas oficiales, y pareciendo tan irreverentes saben siempre muy bien a quién provocan, y acaban estupendamente colocados, en plazas especialmente habilitadas de provocación. Es una tradición ya muy establecida: una parte del arte moderno, del bueno y del malo, consiste en presuntas provocaciones contratadas de inmediato para bienales públicas y pabellones oficiales, costeadas con subsidios que a lo mejor se escatiman a las escuelas o a las bibliotecas. Cuando voy a ARCO o a un teatro de ópera y me encuentro en medio de un público tan dócilmente dispuesto a sentirse provocado y a celebrarse a sí mismo por su propia audacia, la verdad es que me da la risa. A estas alturas, hasta las señoras del PP con abrigos de pieles van devotamente al Teatro Real a que las provoque Calixto Bieito.
Y ahora propongo un pequeño experimento mental. Imaginemos que un cantante catalán no afiliado al independentismo va a actuar en un teatro municipal en Cataluña. Imaginemos que dicho cantante asegura en público que le da asco ser catalán, con la tranquilidad laboral de que ese desplante le asegurará contratos en sitios afines, en los que se verá como un mérito su anticatalanismo agresivo, portadas en La Razón y entrevistas en Intereconomía. Imaginemos qué posibilidades hay de que el teatro no rescinda su contrato. Imaginemos cuántos defensores de la libertad de expresión de Albert Pla lo serán también de la libertad de expresión de este cantante hipotético.
Qué aburrimiento.