Habría querido ir esta tarde a la Fundación March, a escuchar al pianista Luis Fernando Pérez, pero he sido juicioso y me he quedado trabajando. Me esperan días de mucho aturdimiento y tengo que dejar hecha toda la tarea que pueda. La tarde y las primeras horas de la noche son la franja de máxima lucidez para mí. Algunas veces vuelvo al escritorio después de cenar, pero entonces lo pago con insomnio, porque el cerebro se estimula demasiado, y luego no hay manera de apaciguarlo. Bien es verdad que en noches de insomnio he encontrado alguna vez el resplandor de una historia.
Como daban el concierto por Radio Clásica no me he resistido a escucharlo, primero de fondo, luego rindiéndome a él. De Luis Fernando Pérez a mí me gusta mucho un disco que tiene con sonatas del padre Soler. Hoy toca músicas sugeridas por la noche: nocturnos de Chopin intercalados con preludios de lentitud hipnótica de Debussy. Me gusta esa mezcla inusual. Las dos músicas, tan distintas, se iluminan mutuamente. El final del programa es un despliegue asombroso de virtuosismo: la reducción para piano de El amor brujo. Así, tan suscinta, me gusta más, casi como la versión primera, la de 1915, que anticipaba al Stravinsky de Petrouchka y la Historia del soldado.
No se cansa uno de admirar a Manuel de Falla. Pero es una admiración que está además caldeada por la simpatía profunda que me despierta su persona: su modernidad radical sin aspavientos, su generosidad con García Lorca en Granada, su asco de los vencedores que decían matar en nombre de la fe católica en la que él creía.