Está visto que no hay mejor bibliotecario. El azar siempre acude en el momento oportuno con la mejor recomendación. Entré en una librería de segunda mano de Ciutadella, en Menorca, y encontré por azar la lectura perfecta para esos días, un libro de Cees Nooteboom que trata de la isla, Lluvia roja. Fui a Úbeda unos días después a refrescar la memoria, ver a la familia y traerme a mi madre, y en una estantería encontré un libro que debí de comprar en los años ochenta y no llegué nunca a leer, y se me quedó olvidado en casa de mis padres, El sótano, de Thomas Bernhard. Llevaba conmigo otras lecturas, pero fue esa la que se me impuso de golpe. ¿Por qué habré tardado yo tantos años en leer a Bernhard? ¿Quizás porque estuvo de moda entre gente que no me caía bien, o que me miraba por encima del hombro, en aquellos tiempos del comienzo? Uno nunca acaba de saber cómo le afectan prejuicios que cree no sufrir. El caso es que Bernhard me ha hipnotizado, en esa traducción de Miguel Sáenz que tiene una música angustiosa, casi malsana, una música de tema y variaciones obsesivas, como de Cecil Taylor, como de Beethoven en las variaciones Diabelli o en la Gran Fuga. Termino de leer El sótano y como es muy breve me lo vuelvo a leer entero en el viaje de vuelta. Y a continuación empiezo por el primer volumen de su autobiografía, El origen, que contiene recuerdos terribles de la educación nazi en un internado y de los bombardeos aliados sobre Salzburgo. Qué pena haberme perdido una escritura de la que podría haber sacado tanto provecho. Pero quizás nunca sea tarde, quizás es ahora cuando Bernhard puede influirme mejor. Quizás es un escritor demasiado poderoso como para caer bajo su efecto siendo muy joven.
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