Tendré que estar agradecido al mosquito que me tocó diana a las siete y media con su trompetilla expeditiva, porque gracias a él me desperté cuando amanecía y salí de la casa con sigilo de ladrón para darme un paseo a solas hacia la cala cercana. Era el día de la despedida y había que aprovechar el tiempo. El camino atravesaba un rastrojo que olía a la paja seca del verano humedecida por el rocío. En Menorca los olores del campo son tan nítidos como los sonidos que puntean el silencio: un canto de pájaro, el rumor de un vuelo saliendo de los acebuches, esos olivos silvestres que llaman ullastres, el arpa del viento en el monte bajo, sobre los perfiles amortiguados de la isla, la esquila de una vaca, el abanico lento y enérgico de las alas de una grulla. En los tallos de los juncos había diminutos caracoles inmóviles a los que han revivido las lluvias de estos días. En esos muros asombrosos de pared seca que cuadriculan desordenadamente la isla encuentran cobijo pequeñas tortugas y lagartijas. En el cielo planeaba una pareja augusta de halcones. Según se aproxima uno al mar la tierra pedregosa deja paso a la arena. Acebuches, malezas y pinos de raíces tortuosas fijan las dunas. La vegetación, igual que la arena, está modelada por la fuerza y la persistencia de los vientos. Un pino en lo alto de una roca es puro viento esculpido. En la cala se oían los golpes suaves del agua en la orilla, y más al fondo un fragor de olas contra los acantilados. Me senté en un tronco viejo y se me fue el tiempo en una perfecta quietud. Entre las rocas había cinta olorosas de algas y residuos de plástico: botellas descoloridas, jirones de bolsas. A mis pies un escarabajo avanzaba trabajosamente sobre la arena húmeda. Quizás estaba herido, porque había hormigas acosándolo. Pensé que en otra vida me gustaría ser botánico o biólogo para comprender algo mejor la interconexión de todo lo que sucedía delante de mí y a mi alrededor, el agua salada, el viento, las vegetación endurecida para resistir la sal, los bichos en la arena, los pececillos transparentes en las pozas, las rocas horadadas por la erosión como nidos de avispas. Y me acordé de aquella carta de Emily Dickinson que me gusta tanto leer: “Nature is a haunted house. Art is a house that wants to be haunted”. Ya la he citado otras veces: la naturaleza es una casa hechizada, el arte una casa que quiere estar hechizada. Pero qué pocas veces está de verdad el arte a la altura de la naturaleza.
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