Hace dos o tres años, justo por ahora, empecé a leer de nuevo “La montaña mágica”, a la que no había vuelto desde hacía muchísimos años. La lectura tuvo un efecto tan hipnótico sobre mí que me parecía estar yo también en el sanatorio de Hans Castorp, dedicado a una indolencia entre confortable y monástica, sumergido en un tiempo tan fuera del tiempo como el de la novela, convaleciente sin remordimiento.
Empiezo a sentirme así estos días, en el comienzo de un veraneo que me hacía mucha falta, un veraneo sedentario, como los de esas familias de Madrid que tomaban el tranvía para veranear en estas colonias de la periferia de entonces, casas pequeñas con patios donde salir a conversar o a cenar a la hora de la fresca. Como Elena y Antonio estaban con nosotros el fin de semana ya parecía completamente de verano. El domingo por la mañana leíamos el periódico a la sombra grata de un tejadillo de cañizo y pensé que estábamos disfrutando de una tecnología de la refrigeración eficaz y sostenible que viene al menos de Mesopotamia.
No tenía que pensar en la crónica semanal para el periódico, porque me tomo vacaciones en julio. Por primera vez en no sé cuánto tiempo se me presentaba un tiempo despejado de obligaciones. El alivio inmenso hacía más evidente toda la gran fatiga acumulada. Fuimos al cine a ver “Before Midnight”, en los Renoir de la calle Narváez, y el cielo del anochecer tenía una luminosidad de diorama, de cielo de anochecer falso y poético de cine.
Ahora me voy a tomar vacaciones aquí, igual que en el periódico. Quiero dedicarme, durante el próximo mes al menos, a no hacer nada, a todas las cosas que caben en la definición de no hacer nada: a leer, a pasear, a ir al cine, a escuchar música, a explorar uno o dos gérmenes narrativos que ojalá se conviertan en ese premio máximo al que uno siempre aspira, una novela, la mejor novela que pueda uno en cada momento escribir.
Los veranos han sido para mí buenas épocas para escribir novelas. En el verano remoto de 1979 escribí montañas de borradores caóticos que no parecían ir a ninguna parte, y que tuve que interrumpir a principios de octubre, porque me llevaron al ejército, lo cual, visto al cabo de muchos años, tuvo la ventaja para mí de que me hizo descubrir y amar el País Vasco. En las vacaciones municipales de los veranos de 1983 y 1984 aquellos borradores de varios años antes se convirtieron en Beatus Ille. Hubo un verano de El Jinete Polaco, otro de los últimos capítulos de Ardor Guerrero. En uno de los agostos más difíciles de mi vida le di el tirón definitivo a Plenilunio. Estuvo el verano de Sefarad, en aquella casa de la Sierra alborotada de niños en la que Elvira escribía sus Tintos de Verano, que con los años han ido adquiriendo una textura de colores delicados como los de las polaroids familiares que tomaban nuestros hijos. En uno de los primeros veranos que pasamos en esta casa anduve entregado a El viento de la luna, en las vacaciones de nuevo laborales del Instituto Cervantes. Y hubo dos largos veranos sucesivos en los que prevaleció el largo empeño de La noche de los tiempos.
Por no hablar de las lecturas: los veranos de Dickens, el verano de Ulises y de Vida y Destino, el de Moby-Dick, el del Quijote -aunque del Quijote son tantos los veranos que parecen un solo verano de lectura que abarca la vida entera, desde las adolescencia hasta ahora mismo, porque este verano Elvira y yo estamos planeando leerlo entero y al mismo tiempo. Ahora tengo, encima de la mesa, La farsa valenciana, de Justo Serna, The Years of Bloom, the John McCourt, sobre los años que pasó Joyce en Trieste, la biografía de Flaubert de Michel Winock, En la orilla, de Rafael Chirbes…
Así que buen verano, en la medida de lo posible, para todo el mundo, los visibles y los invisibles, los asiduos y los intermitentes, los amigos de este cuaderno. Nos vemos, nos leemos, hacia la segunda semana de agosto. Como añadirían las personas antiguas:
-Si Dios quiere.